Traduce

domingo, 20 de enero de 2013

Canción a la Luna. Aria de la ópera Rusalka (1901), de Antonín Dvořák (1841-1904)




Hay hechos extraordinarios en la vida de uno que, por algún curioso efecto, se olvidan, y se mantienen en ese olvido durante años.
En realidad, no se descubre que han sido extraordinarios hasta el momento en que, de improviso, uno recuerda, o se reencuentra con aquello olvidado.
Eso mismo me ha sucedido con la música de Dvorak. Su Sinfonía del nuevo mundo, fue un descubrimiento, el comienzo de mi interés por los clásicos; la culpable, también, de sumar un rasgo más de rareza al adolescente bastante raro que yo era entonces.
Porque lo de Dvorak fue verdadera pasión: durante aquella época compré todas las grabaciones de sus obras que pude, entusiasmado cada vez que encontraba su nombre en la carátula de algún cassette de saldo; leí todo lo que se había escrito sobre aquel aprendiz de carnicero que llegó a ser uno de los compositores más grandes de su tiempo, y más aún: hice porque me gustaran incluso aquellas obras que −no quería confesármelo a mí mismo− no me gustaban.
Pero aquello se fue enfriando, sobretodo a raíz de mi fracaso con las clases de violín; en realidad yo quería aprender viola, como Dvorak en su juventud, aunque supongo que igual me habría ido…
Pero hace unos meses me topé con esta tremenda Canción a la Luna, y el nombre de su autor destelló en mi memoria. En recuerdo del viejo amigo volví a escuchar su Stabat Mater, en uno de aquellos primeros y queridos CDs. Por supuesto, volvía a atrancarse a mitad del Inflammatus et accensus, como el primer día.
Y es que ciertas cosas mejor no moverlas, y lo bueno de esta luna es que sea luna nueva, aunque traiga viejas resonancias.

No hay comentarios:

Publicar un comentario