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martes, 6 de noviembre de 2012

Escribir: Un castigo de libertad


Somos nuestros dueños, nuestros jefes, nuestros empleados. La tortura de escribir, al fin y al cabo, es un castigo maravilloso elegido voluntariamente. Un castigo de libertad.
Antonio Mingote, que también es un gran escritor, puede dibujar y pintar durante horas y perder la noción del tiempo que ha transcurrido desde que tomó entre sus manos el lápiz o el pincel. Pero se manifiesta mucho más cansado cuando escribe. Lo mismo le sucedía a un amigo escapado decenios atrás, Juan Antonio Vallejo-Nágera, psiquiatra, escritor, encuadernador, pintor y lo que a ustedes se les antoje. Juan Antonio era un tipo prodigioso, con una vanidad reconocida por él mismo. Dejó al lado su profesión médica cuando se hallaba en la cumbre. Cuando le pregunté el motivo de su abandono, no lo camufló: “Mira, esto de la cabeza es muy complicado. Al principio llegan casos fáciles, con un alto porcentaje de éxito. Pero cuando te rodea la fama, los enfermos que van a la consulta son prácticamente incurables. Y yo no puedo permitirme el lujo de un 100% de fracasos”. A Juan Antonio Vallejo-Nágera le sucedía lo mismo. Todo trabajo manual o intelectual le relajaba, excepto el de escribir.
“Esto de tener que escribir por obligación un artículo cada día, tiene que ser una cabronada, Alfonsete”. Pero también tiene sus alicientes.
Antonio Burgos dice que el columnismo –modismo importado de América-, es la versión moderna de la esclavitud. Antonio, tan andaluz, tan sevillano, tan incrustado en las costumbres y devociones de su tierra, a punto estuvo de fundar una nueva Cofradía. La Cofradía de los Esclavos Atados a la Columna. Jaime Campmany, como César González-Ruano, precisaba de la tortura diaria. Y al cabo del tiempo le he dado la razón. Lo dijo el gran Arthur Rubinstein: “Si dejo de tocar el piano un día, lo noto yo; dos días, y lo notan los entendidos; tres días, y lo nota el público”.
 Así que tampoco podemos quejarnos. Somos nuestros dueños, nuestros jefes, nuestros empleados. Libres como el viento. La tortura de escribir, al fin y al cabo, es un castigo maravilloso elegido voluntariamente. Un castigo de libertad.

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