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viernes, 31 de agosto de 2012

¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!»

El primero de la Obra que pasa los Pirineos para establecerse en Francia es Fernando Maycas (35). El 18 de octubre de 1947 toma el tren con dirección a Irún. Allí se hace cargo de los documentos necesarios y cruza a pie el puente internacional, ya que la frontera está cerrada. Cae una lluvia persistente mientras atraviesa los limites entre ambos países.

Al llegar a Hendaya toma el tren de París. Durante un mes vivirá en el Colegio de España, casi enteramente ocupado por refugiados. Pero un día llega el telegrama: Alvaro Calleja(36) y Julián Urbistondo
 vienen de camino. La estación de Austerliz presencia el abrazo de los tres.

Don Julián Urbistondo en su 80 cumpleaños


 

Durante dos años estudiarán Historia y Filosofia en la Sorbona, establecerán contacto con amigos y conocerán, intensamente, el modo de ser de la «ciudad luz».

El Padre les ha recordado la gran influencia que Francia ejerce en el mundo a través de su cultura. Y el lugar preeminente que ocupa en la historia de los pueblos y de la Iglesia. Desde el punto de vista religioso, una mayoría de la población tiene una educación familiar católica, pero la enseñanza oficial es laica.

Las cualidades de los galos son un buen terreno de promisión para el Opus Dei. Difícil siembra, pero gran cosecha de vocaciones en el correr de unos cuantos años. El amor a la libertad que proclama apasionadamente todo francés, es puerta abierta a un espíritu que se declara ajeno a cualquier humana coacción, aceptación implícita de un talante evangélico universal que respeta a creyentes y no creyentes: a gentes de toda condición.

Los cien mil estudiantes de París cruzarán, como una promesa, ante los ojos de estos primeros miembros de la Obra que residen en París. El final de la Segunda Guerra Mundial ha removido los cimientos de ideologías y convicciones; ha tratado de sepultar normas y consagrar nuevos conceptos de la existencia humana. París hierve en torno a las corrientes de pensamiento. La rotura moral de la última contienda pone su impronta sobre los intelectuales.

Es un buen momento para llegar con una levadura de esperanza. Tiempo difícil y adecuado para compartir inquietudes, conversaciones, intereses, en las tardes del Boulevard Saint Michel, en la margen izquierda del Sena, en las aulas de La Sorbona; de repetir, junto al empaque de medallones y estatuas, palabras eternas que no pueden erosionarse en la desesperanza.

«¡Esperanzados! Ese es el prodigio del alma contemplativa. Vivimos de Fe, y de Esperanza, y de Amor; y la Esperanza nos vuelve poderosos. ¿Recordáis a San Juan?: a vosotros escribo, jóvenes, porque sois valientes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y vencisteis al maligno (I Juan II, 14). Dios nos urge, para la juventud eterna de la Iglesia y de la humanidad entera. ¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!»(38).

Es tiempo, además, de admirar esta maravillosa ciudad en el regusto de los Campos Elíseos, en cualquier amanecer sobre el Arco de Triunfo. Aquí donde Francia ha colocado el monumento al «soldado desconocido», saben que nunca el anonimato arropa sus actividades, ilusiones y trabajos. Porque a unos pocos kilómetros de distancia, el Fundador y la Obra entera inundan con su desvelo los nombres de aquellos que han partido por la ancha geografía del mundo.

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